Le Flâneur

La libertad de las calles

Por Isabel Rosas Martín del Campo

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Fotografía: Miguel González

Vi mucha hojarasca volar por el vacío del azul, aun con las estrellas ocultas por un sol
resplandeciente. Luego caminé por el parque para cruzar la ciudad y me di cuenta de cómo
se desprendía un pedazo de la corteza de un gran árbol, era una oruga tratando de escapar
de su guarida. Acaso quería que fuera testigo de cómo dentro de unos días podrá salir de un
capullo que la hará extender sus alas para volar. Pensé en mí, en nosotros los que vivimos
una ciudad que nos ofrecía libertad y ahora de quien se ha liberado es de nosotros para
enseñarnos lo valioso de sus pavimentos, de sus bancas y de sus jardineras. La corteza de
nuestra ciudad nos envuelve con la esperanza de que en nuestro confinamiento se estén
concibiendo nuevos capullos para que, señalado el día, salgamos todos transformados con
nuevas alas para volar.


Me detuve y acaricié el árbol, luego levanté mis manos al cielo queriendo alcanzar las
nubes. Entonces me vi flotando en el aire sobre una amable cama de denso vapor. Pude ver
mi ciudad desde lo alto, sus calles vacías de mí, de ti, de ellos y de aquellos. Por primera
vez comprendí que el nosotros, no habitaba ninguna de sus aceras. Todos estamos
confinados en una especie de refugio que, estoy segura, ni siquiera alcanzamos a
comprender del todo. Vi las azoteas y me di cuenta de su desolación, ninguna estaba
habitada, eran todas grises e invadidas o por la nada de la soledad o por el todo de lo que
estorba, de lo inservible o de esos tinacos con agua, negros que inevitablemente son su
única compañía. Luego crucé por las plazas, por sus iglesias y por sus otros parques, vacíos de nosotros,
como si letalmente fuésemos un virus en sí mismos para la propia ciudad. Nuestra sombra
naciente por el cenit ensolado es la distancia justa que nos debe separar para no
enfermarnos de nosotros mismos. Cuál es la verdadera enfermedad que nos aqueja,
—aparte del bicho invisible que se trasmina a los pulmones para rasparles su aire y su
aliento de vida hasta dejarnos sin ella—: Lo es la indiferencia de nuestro andar por la
escalinata del templo, la indiferencia ante el paso de una fuente que nos canta una balada de
agua y brisa o la indiferencia ante el cántico del merolico que trata de convencernos de su
pócima mágica que lo cura todo.
No pude más y bajé. Me dolió mi ciudad que llora mientras todos dormimos el letargo
ensimismado en la tecnología de nuestro siglo. Quiero caminar de nuevo mis aceras y
tropezarme con todos, sonreírles y abrazar a mis amigos. Ir a sus casas uno por uno para
decirles cuanto llevo extrañando la convivencia de la carcajada colectiva. Quiero volver a
escuchar el barullo de las escuelas, sus griterías que recargan a cualquiera de locura. Quiero
comer en un restaurante y brindar con todos los comensales, por la vida, por el placer de
compartir la mesa fragmentada entre todos ellos.
He regresado de mi sueño, sentado en esta banca del parque, con el pedazo de corteza que
me regaló la oruga, quizá me quiso decir que debo de tener paciencia. ¿Cuánto tardará en
llegar hasta la última rama para tejer su bolsa y renacer? Todo es proporcional a nuestro
tiempo y distancia y a nuestra dimensión. No quiero regresar a la normalidad de mi rutina,
quiero transformarme para tener alas y tener coraje para poder volar.

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