Le Flâneur

LA CATRINA DEL HANAL PIXAN

Por Isabel Rosas Martín del Campo. 

Hacía mucho tiempo que no me transformaba en una que no soy yo o, eso pensaba mientras pintaba mi rostro frente al espejo que lo agiganta. Necesitaba ser puntual para llegar al Hanal Pixan, el festejo del Día de Muertos donde todos los mexicanos traemos de vuelta a nuestros difuntos. Antes de comer había pasado presurosamente a una papelería, necesitaba improvisar. Papel crepé de colores, una diadema, resistol y tendría mi bella corona floral para ser una Catrina agraciada y elegante. 

En tanto mi rostro iba cambiando sus facciones por el efecto de la luz y de la sombra, pensé cuan parecido es esto a la vida y a la muerte. Cuántos morimos cada día de desesperación, de amor, de soledad, de infelicidad, viviendo entre la luz y la sombra, agazapados como muertos sin sepultura. Cuántos morimos cada día sin que lo hayamos esperado. Repentinamente alguien más astuto, secuestra a la piadosa muerte, le arrebata su hoz y de su propio puño realiza un deber que no le ha sido encomendado. Ocasionando una caída sin dignidad mientras la Muerte llora su orfandad y su arrebato.

Me estaba costando trabajo delinearme el rostro a modo de que mi esqueleto facial luciera lo más atractivo posible para representar a la señora muerte. Esta que llega para abrazarte en el momento justo para que la agonía de tu deceso sea ilustre y con honor. Entonces comparé la muerte con los colores vivos de nuestra tradición y pensé inevitablemente en la vida. En la riqueza ritualística que acoge la ida de las almas con sabiduría sobre un camino de flores iluminado por cada espíritu deambulante entre nosotros, cuando los recordamos, sabiendo que su presencia es un tipo de energía que nos inunda hasta nuestra propia y muy íntima espiritualidad por saberlos bien, a donde sea que se encuentren esperando nuestra llegada. 

¡Por fin! Luego de casi una hora mi rostro ya no era yo. La cuenca de mis ojos era profunda, como si tuviese un adentro sin fondo. Por fuera, las cuentas de vidrio sobre mi superficie iluminaban mi propia mirada que quería esconderse de mí. Ahora a ponerse el vestuario. Tenía unos tres o cuatro años que me había comprado en un viaje a Chiapas, una falda y una blusa de dos etnias distintas (una de ellas: la Chamula). Saqué feliz un telar en forma de cuadro de color morado, lleno de flores y me lo enredé a mis caderas fijándomelo con una fajilla del mismo material, bien amarrado y apretado y mi blusa (hecha a mano) de india Chamula. Me hice una trenza de lado y me coloqué mi diadema de flores con unos aretes muy grandes (oaxaqueños). Me transformé en una Catrina ecléctica, pero muy mexicana. 

De camino al festejo, iba recordando cómo había nacido la Catrina, llamada así por Diego Rivera y dibujada por José Guadalupe Posada por primera vez. Fue entonces que la muerte adquirió un papel —en un inicio de revuelta y manifestación crítica por la situación siempre disímbola del país— a otro más esperanzador; una idea de una muerte encumbrada y elegante. Aunque originalmente “catrín” que aludía al hombre adinerado y acicalado de una época ya alejada de nuestro presente desgarbado, cambió al de “Catrina” que renació para dar vida a la representación del culto a la Muerte Mexicana.

He llegado a la verbena y me encuentro entre todas y entre muchas; así fotografiándose los extranjeros conmigo o, debo decir con la “Catrina”.

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