Le Flâneur

DESCONOCIDOS

Por Isabel Rosas Martín del Campo.

Ayer recordé a un hombre que nunca conocí… Platicábamos entre risas de café, anécdotas de alcoba. Entre carcajadas o silencios emocionales mis amigas y yo disfrutábamos la tarde que ofrecía aquella terraza acariciada por el continuo río de autos de la avenida Tulum. Desde allí podíamos admirar la fuente del Cebiche. Admirábamos su fealdad, por un lado, y su belleza kitsch desde ángulos mentales menos afilados o eso quisimos pensar.

Imelda era una mujer que pasaba de los sesenta años, su seguridad cuando platicaba sus destrezas femeninas para la conquista nos dejaba a Elvira y a mí atónitas de envidia. Tal parecía que ser más jóvenes no quería decir nada a la hora de seducir. Elvira era tan tímida o cándida como yo inestable e insegura. 

Así les confié cómo una mañana de tal, me había colocado mi postizo favorito, mi cabello apenas rozaba mis hombros y a mi me gustaba lucir distinta siempre. Mis jeans a la cadera y, mi vaporosa blusa en colores rojos lograba impregnarse en mis sobresalientes mejillas. Había salido apresurada de un local comercial de albercas y jacuzzis empujando la enorme puerta de cristal, cuando, abruptamente, me tropecé con una exuberante sonrisa color masculino —les conté. 

…Sus ojos fueron unas balas, justo despertaron el taciturno sueño de mis deseos. Por un segundo, pero sólo por un segundo lo vi fijamente, era muy apuesto, a tono con su enorme camioneta blanca. Le devolví un esbozo de sonrisa; me gustó mirarlo y que me mirara. Quería atraerlo a mí a través de la brisa que llevaba y traía nuestras feromonas que no necesitan palabra alguna. Pero corrí a mi auto, aún abrazada por su seductora totalidad mientras el viento suspicaz diluía nuestros fértiles aromas.

Intenté ignorar mi timidez, pero no pude, apenas entré a mi auto se aposentó como si un copiloto y me ordenó: “enciende el motor y sal ya de aquí antes de que venga a tocarte la ventanilla”. Todavía me pregunto porque le hice caso. Quieta y silenciosa, alcanzaba a escuchar el continuo pasar de los autos sobre la avenida Kabah. Escapé de aquél hombre lo más rápido que pude.

¿Por qué hiciste eso? me reclamó Malvina, quizá porque no siempre un encuentro es una búsqueda, le respondí ensoñando. Imelda, en cambio, seguía mirando la fuente del Cebiche, mientras en silencio escuchaba mi relato. Luego me miró detenidamente diciéndome: “hiciste bien, hay gente que no está dispuesta a recibir los aromas de la naturaleza… Pidamos la cuenta, aquél tipo de la mesa de enfrente me espera para continuar mi taza de café sin ustedes dos”. Elvira y yo salimos del lugar mientras Imelda reía a carcajadas sorbos de café en compañía de un desconocido. 

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