Le Flâneur

De compras por plaza Malecón

POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO

El helado de limón que juega con mi lengua acalorada se torna amargo cuando miro a mi alrededor. Tal parece que la distancia que nos separa por este minúsculo e invisible héroe de la agonía humana es cada vez más precaria. Miro por todos lados lo peligroso en que nos hemos transformado. Más allá de la enfermedad latente que nos aqueja, está nuestra condición humana carente de sentido común. Obedientes de reglas y protocolos sin sentido. Taches rojos y cintas preventivas amarillas con negro, inundan nuestras huellas. Restaurantes desolados estigmatizan sus propias mesas cruzadas con esas cintas, “quesque” para marcar la distancia social. Qué pena me da la falta de creatividad, el imaginario colectivo reducido a calcomanías en el piso con suelas de zapatos o pies descalzos amenazantes más que contribuyentes de un mundo que espera a la esperanza a que llegue nuevamente y se siente a nuestro lado para platicarnos una historia de amor; donde todos podíamos besarnos y abrazarnos sin temor; donde los conciertos y las salas de cine se abarrotaban y las risas, los aplausos, las exhalaciones era el pentagrama de una musical vida.

Mi helado se ha derretido en mi boca igual que se ha derretido entre las manos de toda la cotidianidad que antes nos hacía felices y no lo sabíamos. El apretón de manos, el abrazo espontáneo. La fuente que da la bienvenida a los transeúntes de Malecón Américas luce entristecida, su chorro de agua de arriba abajo incansablemente cae y recae sobre un charco lleno de lama que a nadie le importa; ¿para qué si los niños ya no pueden o, debo decir ya no deben “saltotear” descaradamente con otros niños a quienes salpicaban, mientras el agua agradecida reía con ellos a carcajadas. Los escaparates ya no seducen al viandante, porque no le ven el rostro distraído; pone su atención en sus ebrias manos alcoholizadas, ahogadas todos los días y a cada rato en alcohol, resecas como reseca es la vida. 

Más crudo me pareció pasear por ese segundo piso que llevaba a ese salón enorme de fiestas, dónde no se hacía otra cosa que brincar y brincar. Parecía que se tenían alas o que se podía ser un saltimbanqui, las elásticas lonas recibían el peso de todos como si estuviesen aventando confeti, mientras el sudor bañaba el aire de euforia. Lo he constatado a través del cristal inundado por mi vaho que atraviesa el gris del silencio. Pude también percibir el luto de las lonas y casi alcancé a escuchar la afonía de sus plegarias. Muchas cosas han perdido sentido, los objetos no tienen voz para quejarse, pero se encuentran apesadumbrados. 

Tiendas cerradas nos gritan su desolación, su fracaso, su agonía fue crudamente necesaria. Hoy habita dentro solo el recuerdo de días de bonanza, de gente entrando y saliendo con su compra. Las más resisten. Continuamos siendo resultado de una selección natural, pero también de una selección artificial. Los niños se adaptan porque saben encontrar el juego en cada rincón, avizoran la esperanza sin saberlo. Mientras los adultos pretendemos entender que no pasa nada, que pronto habremos aprendido que para seguir vivos no debemos tocarnos. Aunque es risible cómo el tiempo nos platicará que en esta larga odisea siempre existirán los amantes furtivos, las mentes adelantadas y osadas que no les importará ir a una fiesta y abrazarse con todos sus amigos, las amigas que se ven cada semana en el café de ocasión. Y los que se verán forzados hasta la eternidad a cumplir las obligaciones laborales que casualmente no se detienen. Los que atienden, los que sirven y que por la divina providencia no se contagian. 

Me parece que vivimos en una mentira, una tan real que ya no sabemos cuál es lo verdadero y cuál es lo absurdo. Esta plaza sigue viva, como todas las plazas, pareciera que el presente dio una especie de fuero al negocio, además haciéndolo inmortal, mientras que la vida humana pende de un hilo. 

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