Le Flâneur

Cartas de sangre

POR ISABEL ROSAS MARTÍN DEL CAMPO

La vida moderna nos mantiene al filo de la navaja. La gente va y viene desde que amanece hasta que anochece, cumpliendo normas, costumbres, rutinas. La obediencia legal nos apresa de trámites, de gestiones, de papeleos. Algunas veces los requisitos a cumplir son tan ridículos como irresponsables: copias de esto, copias de aquello. ¿Acaso la voz del planeta inundado de humanos depredadores que mantienen cautiva a la naturaleza entera de sus caprichos no es suficiente? ¡Ah! Pero es que tiene que gritar para ser valorada (temblores, huracanes, inundaciones, tornados) no son suficientes para saber que tanto papeleo requiere de hojas y hojas de papel que van a parar a archivos muertos que no sirven para mucho y para nada más. La tala de majestuosos árboles para la construcción y o producción de objetos y cosas exige luego volver a sembrar nóveles varitas y esto es la disculpa o pretexto; manifestación, quizá, de un gran oscurantismo prevaleciente en un mundo cada vez más apegado a una realidad digital o virtual destinada al frenesí humano que corta la lengua a una naturaleza inescuchada y muda pese a su súplica cuando está de buenas. 

¿Por qué cavilo en esto? Porque llevo horas buscando papeles añejos para un trámite engorroso del cuál no soy culpable. Y porque ya que logre encontrarlos (si es que lo logro) formarán parte de otro expediente más que contribuirá a un archivo próximo a morir cuando haya cumplido la cuota de almacenaje o los cinco años de cautiverio determinado por quienes tienen un poco de piedad. 

Pero no todo tiene que ser negro en mi obligada aventura. En el proceso frenético de mi búsqueda el destino me puso enfrente de olvidos que, de pronto, se transformaron en recuerdos. De esos que te van acelerando el pulso al ritmo de unos ojos que se niegan a un lagrimeo que no estaba programado. Un closet no es únicamente un sitio para colgar o guardar ropa. Es un lugar que, en silencio guarda secretos y un pasado que se regresa al presente como ráfaga. Pues, repentinamente, la búsqueda cesó y apareció el encuentro ineluctable: El “Diario con llavecita” de la niña que fui yo, se posó frente a mí. Sentada en mi cama me fue leyendo todo aquello que siendo joven me atormentaba o me alegraba. La muerte sorpresiva de mi amiga Lourdes de tan sólo trece años. Las cartas amorosas y románticas de los novios de la adolescencia comenzaron a competir. Cuál carta era más romántica, cuál más sosa, cuál llena de faltas de ortografía, no importaba. 

Las cartas de mi hermano que no pude volver a leer. Muerto hace cuatro años, su recuerdo latente me impidió hacerlo, quizá no quise que el dolor apareciera, porque de ser así mi cuerpo entero lloraría su ausencia. Las cartas de mi abuelo fallecido hace ya tantos años, tenía apenas unos veintitantos cuando se fue. Luego, las cartas de las amigas o las cartas de felicitación de quienes no pudieron asistir a mi boda. Pero… Hubo unas, las más importantes, las de mi madre, llenas de amor. Aunque aún vive está muy lejos de mí. Por eso cada carta me hizo revivir y recordar. Sin embargo, hubo una, la más especial, la que tendía el corazón entero de mi madre con cada palabra escrita y que nunca contesté. Mis ojos se nublaron, intenté justificarme pensando que la vida moderna siempre nos mantendrá cosidos a todo aquello que no sirve para mucho mientras que el alma de cada ser en la tierra comienza a apagarse deslumbrados por una pantalla que nos ilumina todos los días. Las cartas de sangre deberían volver a llenar los buzones inexistentes afuera de cada casa.

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